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sábado, 25 de abril de 2015

QUIJOTE




 Haciendo un ejercicio muy sencillo podríamos dividir la humanidad de forma dicotómica en aquellas personas que han leído "El Quijote" y aquellas que no lo han leído. Afortunadamente aunque desde hace poco tiempo, me encuentro entre los que lo han leído. Era una tarea pendiente desde hace muchos años que nunca se llegaba a acometer. El cumplimiento este año de los cuatrocientos años de la publicación de la segunda parte de este libro universal trajo consigo una atractiva iniciativa por parte de la biblioteca local de formar un club de lectura especial en el que se dividió el libro en seis partes que dieron origen a otras tantas reuniones en las que algo más de una veintena de personas intercambiamos opiniones y pareceres sobre los trescientos sesenta mil vocablos que narran las andanzas de Quijote y Sancho, tanto monta, porque el uno sin el otro no tienen razón de ser.

Mucho se ha escrito y se seguirá escribiendo sobre este libro universal y poco o nada tengo yo que añadir. Solo que su fama es absolutamente merecida —tantas personas en el mundo no pueden estar equivocadas— y que lamento la tardanza en haberlo leído. Si algo puedo recomendar a quién esté leyendo estas líneas y se encuentre en la parte de la humanidad que no ha disfrutado de sus páginas, deje lo que esté haciendo o leyendo y se ponga a ello, pues sin duda alguna le compensará. Si se me obligara a destacar una única de entre sus muchas virtudes, optaría por su rabiosa actualidad: parece que esté escrito en la época actual y los comentarios y enseñanzas que los dos personajes nos transmiten son de aplicación a nuestros días.

Para conmemorar el día del libro de este dos mil quince, y como colofón a este club de lectura, la biblioteca organizó un emotivo acto en el que cada uno de los integrantes del club procedió a la lectura pública de un texto seleccionado. Todos y cada uno hubiéramos, sin duda, seleccionado el libro entero, pero el tiempo de lectura hubiera sido excesivo. Cada cual optó por aquellos párrafos que más le habían llamado la atención y explicó al comienzo de su intervención la razón de su selección. En los siguientes párrafos he hecho el ejercicio de seleccionar una frase, corta, de cada uno de los textos que se leyeron en ese emotivo acto. Es evidente que quedan fuera de su contexto, pero aun así tienen la suficiente fuerza como para que saquemos nuestras propias conclusiones, amén de incitarnos, si tenemos alguna duda, a poner en nuestras manos este libro universal y enfrascarnos en su lectura. Dejaré pasar un tiempo y volveré a leerlo, sin duda, para disfrutar entre otras cosas de su vocabulario que resuena cuatrocientos años después como música celestial. Recomiendo su lectura en un libro electrónico con diccionario automático o en su defecto, con un diccionario al lado o, más cómodo, la utilización de alguna edición con comentarios explicativos de palabras y hechos, como por ejemplo la de Francisco Rico.

Veinticuatro lectores, me incluyo entre ellos, hicieron las delicias del público que se dio cita en el acto. He aquí veinticuatro frases entresacadas de los textos que se seleccionaron. Y, aviso a navegantes, ojo al lenguaje, que hay palabras que pueden resultar extrañas o con faltas de ortografía en el lenguaje actual: las lentejas de hogaño eran «lantejas» antaño.

Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla.

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro de manera que vino a perder el juicio.

En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a la imaginación las encrucijadas donde los caballeros andantes se ponían a pensar cuál camino de aquéllos tomarían; y, por imitarlos, estuvo un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien pensado soltó la rienda a Rocinante, dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fue el irse camino de su caballeriza.

No le mana, canalla infame –respondió don Quijote encendido en cólera–, no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad como es la de mi señora.

En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero: La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que ésta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra. ¿Qué gigantes? –dijo Sancho Panza.

Cuando yo oí decir «Dulcinea del Toboso», quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el principio, y haciéndolo así, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo.

que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad por lo menos ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas.

Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles, ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? Yo, como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las ajenas; tengo libre condición, y no gusto de sujetarme; ni quiero ni aborrezco a nadie; no engaño a éste ni solicito aquél; ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas de estas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera.

Pero no me negarás, Sancho, una cosa: cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor sabeo, una fragancia aromática y un no sé qué de bueno, que yo no acierto a dalle nombre? Digo, ¿un túho o tufo como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero? —Lo que sé decir –dijo Sancho– es que sentí un olorcillo algo hombruno, y debía de ser que ella, con el mucho ejercicio, estaba sudada y algo correosa. —No sería eso –respondió don Quijote–, sino que tú debías de estar romadizado o te debiste de oler a ti mismo, porque yo sé bien a lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído.—Todo puede ser –respondió Sancho–, que muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció que salía de su merced de la señora Dulcinea; pero no hay de qué maravillarse, que un diablo parece a otro.

Mira, Sancho –dijo don Quijote–: dondequiera que está la virtud en eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones que pasaron dejó de ser calumniado de la malicia. Julio César, animosísimo, prudentísimo y valentísimo capitán, fue notado de ambicioso y algún tanto no limpio, ni en sus vestidos ni en sus costumbres. Alejandro, a quien sus hazañas le alcanzaron el renombre de Magno, dicen de él que tuvo sus ciertos puntos de borracho. De Hércules, el de los muchos trabajos, se cuenta que fue lascivo y muelle. De don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, se murmura que fue más que demasiadamente rijoso; y de su hermano, que fue llorón. Así que, ¡oh Sancho!, entre las tantas calumnias de buenos bien pueden pasar las mías, como no sean más de las que has dicho.

Mala me la dé Dios, Sancho –respondió el bachiller–, si no sois vos la segunda persona de la historia, y que hay tal que precia más oíros hablar a vos que al más pintado de toda ella, puesto que también hay quien diga que anduvistes demasiadamente de crédulo en creer que podía ser verdad el gobierno de aquella ínsula ofrecida por el señor don Quijote, que está presente.

De los que comenzaron grandes y acabaron en punta hay millares de ejemplos, porque todos los Faraones y Tolomeos de Egipto, los Césares de Roma, con toda la caterva (si es que se le puede dar este nombre) de infinitos príncipes, monarcas, señores, medos, asirios, persas, griegos y bárbaros, todos estos linajes y señoríos han acabado en punta y en nonada, así ellos como los que les dieron principio, pues no será posible hallar ahora ninguno de sus descendientes, y si le hallásemos sería en bajo y humilde estado. Del linaje plebeyo no tengo que decir sino que sirve sólo de acrecentar el número de los que viven, sin que merezcan otra fama ni otro elogio sus grandezas. De todo lo dicho quiero que infiráis, bobas mías, que es grande la confusión que hay entre los linajes, y que solos aquéllos parecen grandes e ilustres que lo muestran en la virtud y en la riqueza y liberalidad de sus dueños.

Yo iré y volveré presto –dijo Sancho–; y ensanche vuestra merced, señor mío, ese corazoncillo, que le debe de tener ahora no mayor que una avellana, y considere que se suele decir que buen corazón quebranta mala ventura, y que donde no hay tocinos, no hay estacas; y también se dice: «Donde no piensa, salta la liebre».Dígolo porque si esta noche no hallamos los palacios o alcázares de mi señora, ahora que es de día los pienso hallar, cuando menos los piense; y hallados, déjenme a mí con ella.

Y volviéndose a Sancho, le pidió la celada; el cual, como no tuvo lugar de sacar los requesones, le fue forzoso dársela como estaba. Tomóla don Quijote, y sin que echase de ver lo que dentro venía, con toda priesa se la encajó en la cabeza; y como los requesones se apretaron y exprimieron, comenzó a correr el suero por todo el rostro y barbas de don Quijote, de lo que recibió tal susto, que dijo a Sancho: ¿Qué será esto, Sancho, que parece que se me ablandan los cascos o se me derriten los sesos, o que sudo de los pies a la cabeza? Y si es que sudo, en verdad que no es de miedo: sin duda creo que es terrible la aventura que ahora quiere sucederme. Dame, si tienes, con que me limpie, que el copioso sudor me ciega los ojos.

Señor caballero, los caballeros andantes han de acometer las aventuras que prometen esperanza de salir bien de ellas, y no aquellas que de todo en todo la quitan; porque la valentía que se entra en la jurisdicción de la temeridad, más tiene de locura que de fortaleza. Cuanto más que estos leones no vienen contra vuesa merced, ni lo sueñan: van presentados a Su Majestad, y no será bien detenerlos ni impedirles su viaje.

¡Oh malaventurado escudero, alma de cántaro, corazón de alcornoque, de entrañas guijeñas y apedernaladas! Si te mandaran, ladrón, desuellacaras, que te arrojaras de una alta torre al suelo; si te pidieran, enemigo del género humano, que te comieras una docena de sapos, dos de lagartos y tres de culebras; si te persuadieran a que mataras a tu mujer y a tus hijos con algún truculento y agudo alfanje, no fuera maravilla que te mostraras melindroso y esquivo; pero hacer caso de tres mil y trescientos azotes, que no hay niño de la doctrina, por ruin que sea, que no se los lleve cada mes, admira, adarva, espanta a todas las entrañas piadosas de los que lo escuchan, y aun las de todos aquellos que lo vinieren a saber con el discurso del tiempo.

Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores, porque viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte, y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Innumerables son aquellos que de baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria; y de esta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran. Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que padres y abuelos tienen príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale.

Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad: dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero decir que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido. Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador, más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre, y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas. Vuestras mercedes se queden con Dios.

En resolución, en este tiempo yo he tanteado las cargas que trae consigo, y las obligaciones, el gobernar, y he hallado por mi cuenta que no las podrán llevar mis hombros, ni son peso de mis costillas, ni flechas de mi aljaba; y, así, antes que diese conmigo al través el gobierno, he querido yo dar con el gobierno al través, y ayer de mañana dejé la ínsula como la hallé: con las mismas calles, casas y tejados que tenía cuando entré en ella. No he pedido prestado a nadie, ni metídome en granjerías; y aunque pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, temeroso que no se habían de guardar, que es lo mismo hacerlas que no hacerlas. Salí, como digo, de la ínsula sin otro acompañamiento que el de mi rucio;…

La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en mitad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos, que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recibidas son ataduras que no dejan campear al ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!

Tan de valientes corazones es, señor mío, tener sufrimiento en las desgracias como alegría en las prosperidades; y esto lo juzgo por mí mismo, que si cuando era gobernador estaba alegre, ahora que soy escudero de a pie no estoy triste, porque he oído decir que esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo ciega, y, así, no ve lo que hace, ni sabe a quién derriba ni a quién ensalza.

…pensamiento tan nuevo como discreto, a cuya imitación, si es que a ti te parece bien, querría, ¡oh Sancho!, que nos convirtiésemos en pastores, siquiera el tiempo que tengo de estar recogido. Yo compraré algunas ovejas y todas las demás cosas que al pastoral ejercicio son necesarias, y llamándome yo «el pastor Quijótiz» y tú «el pastor Pancino», nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados, cantando aquí, endechando allí, bebiendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos o de los caudalosos ríos. Daranos con abundantísima mano de su dulcísimo fruto las encinas, asiento los troncos de los durísimos alcornoques, sombra los sauces, olor las rosas, alfombras de mil colores matizadas los extendidos prados, aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos, con que podremos hacernos eternos y famosos, no sólo en los presentes, sino en los venideros siglos.

¡Ay! –respondió Sancho llorando–. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese de esa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.