Buscar este blog

sábado, 5 de diciembre de 2015

AISLAMIENTO




Lo vemos de forma continuada a diario, personas mirando a su móvil en todos los lugares y situaciones. Incluso andando por la calle. Se trata de una actividad absolutamente personal e íntima y que nos absorbe cada vez más horas al cabo del día. Podemos aprovechar el transporte público, un momento en el cuarto de baño y situaciones similares, pero con ellas no tenemos suficiente y es frecuente ver la misma escena en grupos de amigos físicamente juntos pero mentalmente separados, en los comensales de una mesa o… cuando estamos viendo la televisión. Tenemos la costumbre familiar tras la cena de sentarnos «en familia» a ver un poco alguna serie o película, por supuesto grabada y sin anuncios, faltaría más. Al menos al principio, teóricamente mientras avanzan los títulos pero cada vez más después, nos entretenemos con el móvil mandando ese último wasap, echando un vistazo al correo o leyendo los titulares de última hora en algún periódico, cuando no asomándonos a Twitter o similares. Ver la televisión es una actividad absorbente que no permite la realización concurrente con otra, pero nos empeñamos en que eso no rece para manipular esa cada vez más extensión de la mano, sobre todo en jóvenes, que es el teléfono llamado inteligente.

Eran otras épocas donde la tecnología brillaba por su ausencia al menos a nivel personal. Recuerdo la calle como ese punto de encuentro con los demás para realizar actividades en conjunto, desde construir cabañas en el monte hasta jugar a la taba, al chito, al escondite o «a lo que hace la madre hacen los hijos» que para quién no lo haya conocido consistía en que uno iba haciendo todas las tonterías o burradas que se le ocurrían y los demás del grupo tenían que repetirlo imitándole. Eso incluía saltar barandillas, escaleras de siete en siete o cosas parecidas. Todo eso se va relegando y lo que ahora se lleva es estar en pandilla en un banco del parque, cada uno con su móvil e incluso hablando entre ellos, pero por wasap. Es la moda y resulta difícil sustraerse a ella.

Cada día hay disponemos de más aplicaciones que nos conectan con el mundo en la misma proporción que nos aíslan de él. Tenemos todo al alcance de la mano mientras funcione el aparatito dichoso y no se nos hayan terminado los «datos» o tengamos una «wifi» cercana a la que chuparla la sangre. A veces me gustaría tener una varita estilo Harry Potter y conseguir por arte de magia que todos los móviles de esa reunión de amigos dejaran de funcionar al unísono. ¿Qué pasaría? Sería interesante observar sus reacciones porque mucho me temo que no sabrían qué hacer, tendrían que recuperar actividades pasadas que ya se han olvidado o que, según las edades, nunca se han realizado. La dependencia del cacharrito es total, tanto que yo creo que no sabríamos que hacer o que decir en su ausencia. La digitalización y la globalización se imponen y el móvil nos resulta imprescindible para todo… menos curiosamente para hablar por teléfono.

Todas esas cosas que oímos de que nos tienen «geolocalizados», que saben lo que hablamos, donde estamos, con quién nos relacionamos, cuáles son nuestras preferencias de compra, el dinero del que disponemos y cuestiones similares o bien no nos importan ni reparamos en ellas o son simplemente asumidas para disfrutar de la tecnología de forma inmediata sin prever consecuencias a largo plazo. La red tiene memoria, todo está guardado y almacenado, presto a ser utilizado por quién lo desee, sin contemplaciones y sin un mínimo de «net-etiqueta» para verificar su veracidad o sus circunstancias. Para muestra bien vale un botón, y si no que se lo pregunten a ese concejal actual del Ayuntamiento de Madrid al que le están sacando los colores por su pasado como tuitero expresando ideas que ahora se revelan como contraproducentes en su nueva ocupación al frente de una concejalía madrileña.

Por lo que veo en mi hija, se queda por wasap, se hacen los deberes por Instagram, se preguntan las cuestiones por mensajes hablados y se resuelven pegas por Facebook: todo lo que se menea está basado en el «Smartphone», la tableta y/o en menor medida el ordenador. Hace unos años algún padre me ha llegado a llamar por teléfono a las nueve de la noche para que hiciera el favor de escanear algún tema de un libro y enviárselo por correo porque a su hijo se le había olvidado el libro en el colegio.

Pero no nos fijemos solo en los jóvenes, también los mayores vamos entrando, no tan a fondo bien es verdad, en la dependencia y lo que antes teníamos apuntado en una agenda o en alguna libreta, ahora va en el móvil con nosotros a todas partes. Es una ventaja, no lo vamos a negar, pero que solo podrá ser utilizada cuando el móvil funcione y no nos lo hayan sustraído, lo hayamos perdido o simplemente se nos haya quedado sin batería. Como algún día por la razón que sea el hilo se corte y veamos el vacío al otro lado nos vamos a enterar.

Cada vez llevamos más servicios en el aparatito que ya nos acompaña como hemos dicho hasta cuando visitamos al sr. Roca. La tecnología miniaturiza e incorpora cada vez más sensores que se pasan actuando sin descanso todo el tiempo que lo tengamos encendido y que están suministrando información, mucha de ella sin enterarnos, al mundo fisgón que guarda todo por si en algún momento se necesita. La información no es mala ni buena, todo depende del uso que se haga de ella. Sería muy buena si un montañero se ha perdido en el monte y los servicios de rescate le pueden localizar pero podría ser muy malo en otros casos. Me viene a la memoria un ejemplo que es del siglo pasado pero que puede ilustrar un mal uso de la información. En la Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes invadieron Bélgica, se encontraron con una lista oficial de todas personas judías residentes en el país. El Estado llevaba ese control para asignar las subvenciones correspondientes en función de la creencia de cada uno. Lo que servía de una forma eficaz a un cometido loable se convirtió de la noche a la mañana en una sentencia de muerte.