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domingo, 10 de enero de 2016

POLVORÓN



A Dios gracias han quedado atrás los ecos navideños, y con todos los archiperres belenísticos y del árbol convenientemente guardados en el trastero, la casa y sus habitantes se aprestan a recuperar su normalidad cotidiana. En esta entrada del blog voy a recuperar tres anécdotas alrededor de la palabra «polvorón», que como de todos es sabido no tiene nada que ver con la pólvora sino que hace referencia a una «torta, comúnmente pequeña, de harina, manteca y azúcar, cocida en horno fuerte y que se deshace en polvo al comerla» y que al menos en España es un producto típico y yo diría que exclusivo de la época navideña. Como su definición indica y para evitar que se nos desmenuce entre los dedos al comerlo, es conveniente apretujarlo de forma insistente para que se apelmace antes de retirar el envoltorio para llevárnosla a la boca.

La primera de las anécdotas y más cercana en el tiempo se ha producido esta misma semana, la víspera del día de Reyes, cuando trataba de reponer la bandeja de dulces para enfilar el último tramo de la navidad y especialmente los polvorones que desaparecen como por arte de magia tal y como se referirá en la segunda anécdota. En una tienda del barrio, de esas pomposas y modernas que se autoproclaman como delicatesen en asuntos de panadería y pastelería, en años anteriores vendían los polvorones de una determinada marca que es la única que entra en casa. Cuando pregunté por el producto al dependiente me dijo con desparpajo que no tenía en esos momentos y que quizá la próxima semana los recibiera. Por la contestación, y por su acento argentino, deduje que no tenía, a pesar de ser el dependiente de una pastelería, ni pastelera idea de lo que era un polvorón. Con un poco de inquina le pedí de cualquier otra marca y se apresuró algo molesto a decirme que no le quedaba ni de esa ni de ninguna, cuando en una bandeja a mi vista sí que había de otra marca. ¡Ay que bien le hubiera venido un poco de humildad y reconocer que no sabía lo que era un polvorón! Al menos eso lo hubiera aprendido para el año que viene aunque con la velocidad con que cambian los dependientes en los comercios hoy en día, dudo mucho que en la navidad venidera continúe de tendero.

La segunda anécdota se remonta a los primeros años de este milenio. Debido a una fusión entre empresas, en mi nuevo departamento me encontré con una compañera, Susana, que era natural de Bilbao, donde residía su familia. Acudía a pasar el día de Navidad con sus padres y a la vuelta nos trajo al departamento una bolsa de polvorones, que su familia compraba tradicionalmente en una tienda del barrio. No hace falta decir la marca y la verdad que resultaron ser un bocatto di cardinale. Desde entonces, todos los años le encargaba que me trajera un par de docenas. Con el tiempo empezaron a venderlos en dos tiendas de mi pueblo, o es que ya los vendían con anterioridad y yo no me había fijado. No son precisamente baratos, pues a los precios actuales de dos mil dieciséis la unidad se acerca al euro con veinte céntimos. Pero su sabor tan exquisito y diferente a otras marcas más comunes les convierte en un dulce de culto. A pesar del nombre de Felipe II y de la leyenda «exquisitos mantecados escorial» que figura en su envoltorio, nada tienen que ver con ese famoso pueblo de la sierra madrileña, ya que son fabricados en el país vasco español. Hay más información e incluso su posible compra por correo en su página web, donde figura el siguiente texto muy descriptivo:

Podemos así concluir que después de siglos, los mantecados FELIPE II siguen siendo los más distinguidos y deseados. Su tradicional elaboración artesanal, fielmente guardada generación tras generación, los ha hecho merecedores de las más altas recompensas honoríficas, convirtiéndoles en un privilegio y en una leyenda.


La tercera anécdota se produjo a principios de los años ochenta del siglo pasado y ocurrió durante un viaje en esta época navideña a visitar las ciudades de Moscú y San Petersburgo, que por aquel entonces se denominaba Leningrado. En aquellos tiempos, los turistas no podían circular libremente siendo obligatorio el seguir las indicaciones de un guía asignado por la agencia oficial rusa de turismo. El grupo de españoles tuvimos mucha suerte con el guía asignado, que respondía al nombre de Todorov. Una gran persona, ya entrado en años, que a pesar del frío y distante carácter soviético llegó a congeniar con el grupo e incluso excederse en sus cometidos con tal de hacer más agradable nuestra estancia. Al final entre todos le hicimos un regalo para su nieta consistente en una muñeca, algo extraordinario y lejano para ellos que no podían acceder a las tiendas especiales para turistas extranjeros y que al grupo, al cambio muy favorable del rublo con la peseta, nos supuso una menudencia. Concretando la anécdota, a los españolitos de aquel grupo se nos hacía difícil lo de llamarle Todorov, por lo que por la ocurrencia de un graciosillo valenciano quedó bautizado cariñosamente con el apodo de “polvorón”.