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domingo, 12 de febrero de 2017

CALEFACCIÓN



Hay muchos índices en la medición de lo que llamamos calidad de vida, que han ido variando a lo largo de los siglos en la historia de la humanidad, pero que en los últimos tiempos se han disparado. Uno de ellos podría ser la calefacción, no solo en el hogar familiar sino en sitios públicos de libre acceso, que en algunos casos sirven de refugio en los días fríos para muchas personas que o bien no tienen hogar o no tienen los suficientes medios para caldearlo. Mantener un hogar a una temperatura adecuada es un asunto ante todo económico, pues los costes no son precisamente bajos. Otro asunto que admite mucha discusión es cuál es la temperatura adecuada.

En recuerdos de mi infancia y adolescencia hay situaciones de pasar (mucho) frío. La casa en la que fui creciendo, ubicada en un pueblo de la sierra madrileña no tenía calefacción y en los días duros del invierno, que me parece ahora que eran mucho más duros antaño que lo son hogaño, se combatía el frío básicamente con un brasero, un aditamento ya prácticamente olvidado en los días actuales. Había que ir todos los días a la carbonería en la calle de al lado, hacer acopio de cisco y una vez en casa mi abuela era la encargada de preparar a diario la carga, retirando las cenizas del día anterior y dando forma con la badila al cisco recién comprado, que encendía con maestría con papeles de periódico y cubría de nuevo con ceniza para que no se consumiera rápido y durara toda la tarde. Una vez preparado, a primera hora de la tarde, su destino era la mesa camilla del comedor, que manteníamos todo el día con las puertas cerradas y con ello se conseguía una cierta temperatura que si bien no era para tirar cohetes, al menos se notaba la diferencia cuando entrabas en esa estancia de la casa. Lo mejor era coger sitio en la mesa camilla, descalzarte, taparte con las faldas y con mucho cuidado apoyar los calcetines por un momento en la alambrera que protegía el fuego. La cabeza fría pero al menos los pies calientes por unos instantes.

Hay que decir que el resto de la casa estaba realmente gélida. Aunque los muros eran gruesos, las ventanas tenían sus desajustes y a pesar de que con burletes y trapos se intentaba taponar todas las rendijas, el frío se colaba de todas maneras. El transitar del salón al dormitorio era toda una decisión y recuerdo haberme acostado vestido en muchos días de invierno y desvestirme y ponerme el pijama dentro de la cama una vez entrado en calor. Lo de echarse abajo de la cama por las mañana era todo un acto heroico. En alguna ocasión en que me quedé solo con mi abuela, esta me calentaba la cama metiendo por unos instantes el brasero en ella, con el peligro de que hubiéramos podido salir ardiendo. Cosas de antes.

Con el paso de los años abandoné el hogar familiar para empezar a vivir en el mío, en la misma localidad pero ya dotado de calefacción: una estupenda caldera a gas con suficientes radiadores distribuidos por la casa. Al principio caímos en la trampa de disfrutar de una temperatura demasiado confortable que nos permitía estar en casa, en toda la casa y no solo en el salón, prácticamente sin ropa. Habíamos ganado en calidad de vida. Pero eso tuvo una contrapartida. Hasta entonces, los abrigos era una prenda que había utilizado poco, pues acostumbrado como estaba al frío dentro y fuera de casa, mi cuerpo no necesitaba cubrirse en demasía. Y no solo eso, sino que además de abrigarme hasta las orejas, los catarros y gripes que hasta entonces habían sido testimoniales empezaron a aparecer con mayor frecuencia y virulencia. Hasta recuerdo haber comprado una determinada ropa interior que se llamaba  «thermoláctica» para combatir el frío al salir a la calle. En casa muy bien, pero en la calle éramos mucho más sensibles al frío. Con toda esta experiencia, decidimos que no era bueno tener la casa demasiado caliente, con lo que paulatinamente fuimos bajando los grados hasta dejarlos en 22, una temperatura agradable que requería estar vestido en casa pero que mejoró nuestras condiciones de vida cuando salíamos a la calle.

Los que tengan niños pequeños habrán visto que estos nunca tienen frío. Es corriente también ver a jóvenes por la calle en camiseta de manga corta pero probablemente no es que no tengan frío, sino que van haciendo el tonto. La sensación térmica es una cuestión personal, pero recuerdo numerosas discusiones con mis hijos para que se abrigaran al salir a la calle pues lo común es que se pongan los abrigos en función del frío que tenga la madre o el padre.

La calefacción en los hogares es una bendición y como hemos comentado un índice de calidad de vida, pero que hay que manejar con cuidado por lo anteriormente expuesto. Pero en muchas casas, en formato piso, hoy en día no solo viven personas sino también animales de compañía. En estos días de invierno y lluvia, he visto que muchos de los perros que pasean sus dueños por la calle van vestidos con ropa de abrigo. Si tecleamos en Google «ropa de abrigo para animales» podemos hacernos una idea de lo que es este mundillo. Claro, los animales, los perros, viviendo en un hogar con calefacción la mayor parte del día, no pueden salir a la calle «desabrigados» porque corren el peligro de constiparse, con lo que habrá que llevarlos al veterinario, hacerles una radiografía, y tomar la medicación correspondiente. ¿A qué nos suena esto?