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domingo, 5 de noviembre de 2017

SEPULTURA



En esta semana se ha celebrado un día dedicado a la muerte y los muertos. Cada cultura o cada religión lo enfoca de una manera diferente pero el trasfondo de la cuestión es recordar de alguna manera que la parca anda siempre alerta y tarde o temprano vendrá a saludarnos y llevarnos con ella. ¿Dónde? He ahí un verdadero dilema que nadie sabe y que ha dado lugar a un montón de especulaciones sobre el destino final de lo que hemos dado en llamar alma, porque el cuerpo se queda aquí en la Tierra para ser pasto de los gusanos o últimamente en nuestro entorno de las llamas, que en otras culturas y lugares, el fuego lleva mucho tiempo haciéndose cargo de la parte material de los que dan por finalizada su estancia aquí.

Hace veinte años por estas fechas, me encontraba yo en Nueva York a la espera de participar en el maratón que tiene lugar anualmente en esa ciudad el primer domingo de noviembre. La tarde noche del 31 de octubre nos desplazamos a la zona conocida como «Village», concretamente en Washington Square, para presenciar un imponente desfile de carrozas, lo que fue mi primer contacto con esa fiesta que ahora ya se ha afincado en nuestra cultura española, sobre todo en los jóvenes, y que es conocida como «Halloween», noche de brujas, noche de muertos o noche de víspera de difuntos. Se trata de una fiesta muy arraigada en el mundo anglosajón y que se ha extendido últimamente a otros países como España como contrapunto a la religiosa fiesta de «Todos los Santos», de amplia tradición española y dedicada más a recordar a familiares y amigos que nos dejaron y no tanto al concepto de la muerte.

El problema fundamental es ese no conocer lo que hay detrás. Hace muchos años me desplazaba yo a mi trabajo en Madrid en el autobús 28 de la E.M.T.-Empresa Municipal de Transportes de Madrid que transitaba por delante del cementerio de la Almudena. Durante varios años veía una pintada en sus muros que rezaba: «Detrás de la muerte no hay nada». Un día, ya digo que al cabo de varios años, alguien contestó: «Y tú qué sabes». Al poco tiempo desaparecieron ambas frases del muro del cementerio.

Culturas muy antiguas como la egipcia tenían una especial sensibilidad por el cuerpo y lo que pudiera haber en el más allá, que al ser desconocido solo admitía especulaciones. Otras culturas posteriores no han incidido de forma tan categórica en la conservación del cuerpo y simplemente ha sido cedido de alguna manera de nuevo a la Tierra sin más consideraciones. También las piras funerarias han formado parte de las formas de acabar con los cuerpos ya sin vida.

Lugares de enterramiento han existido siempre pero de forma comunitaria y con reutilización de las sepulturas por diferentes miembros de la comunidad. Cuevas y fosas naturales, véase Atapuerca, han sido utilizadas también para depositar los cadáveres pero siempre en una solución de temporalidad hasta que la naturaleza diera cuenta de ellos. Los cementerios permanentes, camposantos si son católicos, son un invento relativamente reciente que en España tiene poco más de doscientos años, y que surgieron para evitar la insalubridad que suponía los enterramientos en las iglesias o zonas adyacentes. Ahora se sigue enterrando en iglesias o panteones pero a personas señaladas, de forma muy especial y con todas las garantías higiénico sanitarias. Los cementerios se ubicaron alejados de las poblaciones, pero en la actualidad y dado el crecimiento de las zonas urbanas, muchos han tenido que ser movidos o simplemente han quedado en el interior de las mismas, lo que deja un regusto macabro al asunto. El que un vecino al asomarse a su balcón vea enfrente un cementerio no deja de ser un poco extraño y por lo demás poco agradable, como ocurre por ejemplo en el pueblo madrileño de Galapagar.

Según las estadísticas, en España, dos de cada cinco personas que fallecen optan por la incineración. Los familiares recogen en una urna las cenizas del deudo y decide qué hacer con ellas, desde arrojarlas en una zona de especial significado como puede ser el mar o una montaña, tenerlas en una repisa en el salón o incluso depositarlas en los llamados columbarios que empiezan a aparecer en los cementerios. La Iglesia se ha pronunciado en el sentido de recomendar que los cuerpos sean enterrados mejor que incinerados, pero en caso de optar por la cremación recomienda que las cenizas sean depositadas en sitio sagrado como puede ser un cementerio o iglesia, como una forma de respeto al cuerpo del difunto.

Hay mundos curiosos alrededor de todo esto. Por lo general las personas manifiestan a sus allegados sus preferencias de cómo y dónde ser enterrado o quemado. Es muy corriente querer ser enterrado en el cementerio del pueblo donde se ha nacido y donde ya has comprado tu plaza y tienes todo preparado, incluso habiendo contratado un seguro de deceso de forma que la compañía aseguradora se encargue de todo, incluso el traslado al lugar designado. Pensemos, y conozco casos concretos, que personas que viven a cientos de kilómetros de su localidad de origen quieren ser enterrados en ella, lo que supone un desplazamiento especial, papeleo y unos gastos cuantiosos.

Pero otra cosa que llama la atención y es a la que responden las imágenes de esta entrada es que algunos prefieran ser enterrados lejos de su lugar de nacimiento. Dice una frase, a la que muchos se resisten, que «no se es de donde se nace, sino de donde se pace». Supongo que será por eso que algunos como el general inglés William Wheatley, hace siglos, o el embajador alemán Guido Brunner, más recientemente, decidieron quedarse para siempre en los lugares donde habían vivido los últimos años de sus vidas. Para gustos, incluso después de muertos, hay colores.